Una niña de 9 años graba a su padre hablando de los abusos sexuales a los que la somete

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María acaba de cumplir nueve años y hace meses que se niega a irse con su padre los días que le corresponden según el reparto acordado por un juzgado de familia. La policía la espera esos días a la salida del colegio y asiste siempre a las mismas escenas: la negativa de la niña, que unas veces grita y otras se bloquea al ver a su progenitor; las súplicas de este, que en alguna ocasión han derivado en amenazas de agresión a la madre que han acabado ante el juez; y los lamentos de la mujer, que implora a los agentes para que no permitan que María se vaya con su padre. Desde abril, la madre tiene prohibido ir al colegio esos días para evitar enfrentamientos y la policía acude por orden judicial para “allanar la entrega y recogida de la niña”. Pero las medidas impuestas por el juzgado no han evitado los conflictos a la salida de la escuela ni que María siguiera negándose a irse con su padre. Hasta el martes 7 de junio. Ese día, la cría protestó, gritó y se resistió durante más de una hora ante la policía y los profesores, pero acabó metiéndose en el coche con sus abuelos paternos. De vuelta a casa por la noche, le entregó a su madre una grabación en la que el padre admite los abusos sexuales que ella venía denunciando desde hace dos años.

La historia de María, que no se llama María, ilustra el laberinto burocrático y judicial por el que a menudo tienen que pasar los pequeños que denuncian abusos de sus padres. Cuando hay mala relación entre los progenitores y no existen pruebas físicas claras de las agresiones, los jueces tienen que tomar una decisión solo con los testimonios de los protagonistas y con la exploración técnica que realiza el equipo psicosocial de los juzgados. El perito que examinó a María no le creyó y un juzgado de Madrid archivó su caso en enero de este año, una decisión confirmada después por la Audiencia Provincial. La madre ha denunciado ahora la conversación en la que el padre admite los abusos. contra

El carpetazo judicial no sirvió para que la niña, hija única de la pareja, desistiera de sus acusaciones, que empezaron hace dos años, después de que la tuvieran que llevar al pediatra porque sentía escozor al orinar. Cuando le preguntaron desde cuándo le pasaba, contestó: “Desde que papá me clavó la uña”. Luego fue contando que su padre le hacía “cosquillas” en los genitales y que a ella no le gustaba. En agosto de 2014, después de que varios análisis mostraran restos de infección vaginal, la menor volvió al servicio de urgencias con los mismos síntomas tras estar 10 días con el padre. El diagnóstico médico es “sospecha de abuso sexual”.

Ahí entró la niña en la espiral del sistema de protección de menores: declaraciones ante médicos, policía, forenses y jueces, que le pedían que les relatara una y otra vez qué le hacía su padre. Y ahí empezaron también los gritos y peleas de los padres a las puertas del colegio cada vez que el progenitor acudía con la intención de llevarse a su hija. En una ocasión, después de que la madre se negara a entregar a la niña, los agentes se reúnen con el padre en una sala del colegio para informarles de la situación e intentar calmarle. Según recoge el atestado policial, el hombre, que se muestra “hundido” y “con picos de ansiedad”, le dice a los policías: “prefiero verla muerta a no verla porque esto ya es insoportable”. Los agentes informan al juzgado y el mismo juez que había archivado los abusos concluye que “la frase prefiero verla muerta es una frase que no denota intención alguna de causar un mal a su hija”. “Previsiblemente”, añade el juez, “estuvo provocada por la desesperación derivada de la imposibilidad de ver a su hija y por el hecho de verse imputado en un delito de abuso sexual contra la misma”.

Los dos últimos años de María han transcurrido entre denuncias cruzadas de sus padres por los abusos a la menor, incumplimientos de la mujer en el régimen de visitas y amenazas del hombre hacia su exmujer. Hasta que el martes 7 de junio, la niña cogió una pequeña grabadora de su madre y, al terminar las clases, se fue al baño y se la metió en el calcetín. Ahí quedaron grabadas las siguientes seis horas, que pasó con sus abuelos y su padre. Cuando habían transcurrido 3 horas y 42 minutos, el padre le recrimina que no esté bien con él. Tras un pequeño rifirrafe, el hombre le pregunta. “¿Pero cuándo te he tocado yo?”. “Muchas veces”, contesta la cría. “Pero cariño, eso es para jugar”, replica el padre. “Es que no tienes que hacerme eso nunca, mi cuerpo es mío”. “Tu cuerpo es tuyo, efectivamente (…), cuando tú decías que no te tocara, yo paraba”, le dice el padre, que añade: “Yo lo único que te estaba haciendo era cosquillas y estaba jugando contigo”

El abuelo intenta mediar explicándole a la niña que su padre le tocaba para lavarle. “Eso hay que asearlo muy bien y darle pomada”, le dice.

—“No, no, no, si yo sé por lo que la niña lo dice, si yo sé a lo que ella se refiere”, le corrige el padre.

El abuelo insiste: “Yo también te lo he lavado, entonces sería igual”.

—“No, si ella no se refiere a eso, si yo sé a lo que se refiere”, aclara el padre.

—“¡Bueno, pues ya está!”, grita la niña.

—“¡Bueno, pues apechuga, pues apechuga!”, contesta a gritos él.

El abuelo insiste en que el padre solo la tocaba para lavarla y su hijo le corta de nuevo: “Ya está, papá, si ella se refiere a otra cosa. Habla con ella como si fuera una persona mayor, que ella no se refiere a eso”. “Ya, si lo sabemos”, zanja la abuela.

La discusión entre la niña, sus abuelos y su padre dura seis minutos. Tras dos segundos de silencio, los abuelos desvían la atención de María hacia sus muñecas Pin y Pon.

El País

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